Visiones demoníacas y asesinatos con palos, hachas y ganchos de carnicero: así fue la masacre mística mapuche

La mujer muerta estaba cerca del corral de las ovejas. La rodeaba un grupo donde había también chicos. Sobre algunas piedras, se veían manchas de sangre. Los del grupo, arrodillados, se mecían y emitían una letanía inentendible. El viento soplaba frío. Más allá, estaba tirado el cuerpo de un chico. Había en total cuatro cadáveres, el de la mujer y el de tres jovencitos. Estaban golpeados, ensangrentados.

Los policías y los gendarmes que llegaron quedaron paralizados. El médico Juan Esteban de Jesús Bertinetti, que los acompañó hasta la pampa de Lonco Luan (cabeza de guanaco, en lengua nativa), contó: “Sobre unas esteras puestas en el piso, había varios hombres, mujeres y criaturas que rezaban y cantaban, todos juntos, apiñados y agarrados uno del otro. Incluso, temblaban completamente ajenos a los que ocurría alrededor”.

Pandemonium, sanación y exorcismo

Ante ese escenario y frente a la posibilidad de que hubiera más sacrificios, Bertinetti sugirió llevarse a los chicos. De golpe el caos volvió. Del primero de los pandemonium vieron sus efectos. Del segundo, que se desató con la separación de los chicos, eran protagonistas: “Las mujeres pedían que las mataran y se las comieran, al mismo tiempo que daban gloria a Dios y gritaban ‘sangre, sangre’”, recordó el médico.

El lugar de las muertes en Lonco Luan.
El lugar de las muertes en Lonco Luan.

Uno, blandiendo un palo, hablaba de “culebrones” y de “raíces del demonio”. Las casas eran precarias, destartaladas, mugrientas. Un chico corrió. Una mujer apareció de golpe, aterrorizada. Todos seguían temblando. Esas personas hacía cuatro días que ayunaban y no dormían, en una sesión colectiva de sanación o exorcismo de Sara Catalán, una joven de 25 años, la mujer muerta, ya que creían que era la única salida para curarla y salvar a la comunidad mapuche Catalán-Paintrul, que allí vivía, cerca del lago Aluminé.

La llegada de los policías y gendarmes evitó que la ceremonia, que continuaba, se cobrara otra vida. Era el 28 de agosto de 1978. La ceremonia había comenzado la noche del 22 de agosto. Entonces Sara Catalán dijo que se sentía mal. Su esposo quiso llevarla hasta la sala sanitaria de Aluminé o directamente al hospital de Zapala, pero el último vehículo disponible había partido hacía unas horas. No podían moverse del lugar. El clima, además, había empeorado.

Frente a esta situación, Sara decidió recurrir a sus creencias, es decir a su fe. Ese era el camino para sanarse, se convenció ante las imposibilidades. Seguiría las normas de la Unión Pentecostal, culto que seguía su comunidad desde 1976 por iniciativa del evangelizador Casimiro Maliqueo, que mezclaba creencias nativas con dogmas del cristianismo. Maliqueo había enseñado a su discípulo Ricardo Painitrul, miembro de la comunidad asentada en Lonco Luán, acerca de ceremonias de curación. Ricardo lo haría, por supuesto, para salvar a Sara. Confiaba en la Biblia que tenía en la mano más que en otra cosa.

Visiones demoníacas y palazos en la cabeza

Sara estaba tan mal que apenas podía moverse. Su esposo la llevó en una carretilla hasta el lugar elegido para hacer la cura. El ritual consumió la primera y larga noche de de oración y ayuno. “Sara se levantó con los ojos cerrados y los brazos en alto diciendo que era Jesucristo”, declaró uno de los participantes.

Dibujos realizados por los acusados en las pericias psicologicas.
Dibujos realizados por los acusados en las pericias psicologicas.

Painitrul, comenzó a tener visiones demoníacas que partían del cuerpo de Sara. Todos los adultos, entonces, en el momento más dramático del ceremonial, comenzaron a golpear a Sara con cañas de colihue, una planta de la subfamilia de los bambúes, que crece en esa zona y también en el sur de Chile. Mientras Sara recibía estos contundentes golpes, Painitrul le pegaba con la Biblia para sacarle el demonio que la dominaba. Pero el maligno era pertinaz y no abandonaba el cuerpo de la mujer. Entonces utilizaron un hierro. Entonces sí le partieron el cráneo y le hundieron los huesos de la cara y la cabeza. Muerta, Sara fue llevada hasta un corral de ovejas donde luego la encontrarían los gendarmes.

El celebrante y los demás estaban convencidos de que el demonio no se había ido del poblado. Estaba ahí, con ellos, listo para apoderarse de otra alma. Como si lo vieran en toda su malignidad salir del cuerpo de Sara y poseer a la hija, Carmen Emilia Painitrul, de 11 años. No había más remedio, entonces, que sacarlo de allí de la misma manera que habían hecho con Sara, su mamá, y le dieron de palazos en la cabeza a la nena mientras rezaban a los gritos y le exigían al demonio que abandonara el cuerpo. La pequeña murió con la cabeza partida.

La impresión de la brutalidad de las dos muertes no impidió que los asistentes salieran de su trance. Al contrario, se sucedían las visiones comunes de perros negros, culebras, brujas y un aura de colores en los cuerpos de los que estaban poseídos. En medio de la ceremonia, se distinguía la voz de Painitrul. “El demonio sale de un cuerpo y entra en otro más débil. Señor Jesucristo, prepare mi mensaje para mis hermanos, para saber cómo podemos librarnos de este espíritu maligno. Prefiero que muera uno y no perder a todo el pueblo. Hay que sacar al demonio para que sane. Esa criatura viene a la Tierra como bruja a engañar a la gente y debe ser eliminada. Por el nombre de Jesucristo, te voy a dejar aquí estaqueado”, proclamaba.

Frenesí de sangre

Durante el segundo día de rezos, fueron a buscar a José Ramón Ñanco, de 14 años, lo despertaron en medio de la noche, lo obligaron a arrodillarse en medio de los demás y lo golpearon con palos mientras exigían que vomitara al demonio. El chico contaría: “Escuchaba gritos en los que me decían que era un brujo y trabajaba con el demonio para matar a mi mamá”. En medio de la paliza, José Ramón escuchó que a su hermana le decían que era una bruja. El muchacho logró escapar maltrecho y corrió varios kilómetros hacia la casa de un familiar.

Esta circunstancia no desanimó al conjunto, que seguía buscando poseídos. Vieron el aura maligna en Héctor Efraín Painitrul, de 5 años, hijo de Sara. También lo mataron con golpes en la cabeza dados con palos y un gancho de carnicero. El frenesí de sangre no había concluido. Mataron después a la sobrina de Sara, Irma Graciela Painitrul, de 2 años. A la pequeña le dieron golpes con un hacha, también en la cabeza.

Por casualidad, un vecino que pasaba por el lugar vio el cuerpo de Sara Catalán con la cara desfigurada y a lo lejos divisó a miembros de la comunidad formando una especie de rectángulo, en cuclillas y murmullando unas oraciones. “El sonido que hacían era parecido al de un enjambre de abejas”, le contó a la Policía. La llegada de los gendarmes y policías frenó la matanza. A la primera que salvaron fue a una chica que estaba temblando de miedo escondida en una casa, a la que el grupo buscaba porque decían que ella era una bruja. Se trataba de la hermana de Sara.

Detenciones, pericias y autopsias

Fue en ese momento que, por indicación de Bertinetti, sacaron a los nenes del grupo, lo que provocó alaridos que inquietaron a los propios gendarmes. Llamaban a los nenes “raíces del demonio”. Revisaron las viviendas y hallaron algunos libros: la Biblia; El Reino Eterno y Universal; La Semilla Preciosa; Himnos Evangélicos. Hubo en total doce detenidos.

Los cadáveres fueron derivados para practicarles la autopsia respectiva, se ordenaron las pericias del caso en la escena del crimen y también informes socioambientales para establecer las condiciones de vida de la comunidad. En el relevamiento, se advirtió que la comunidad vivía en aislamiento social, material y olvido. “Estos grupos -se lee en el expediente- son un pobre remedo de las antiguas tribus, sumidos en una vida sin futuro ni esperanzas, disminuidos físicamente por las enfermedades”. Aun con estas deficiencias y carencias, se trataba de un grupo trabajador, respetado en la zona.

El juez Simonelli, que resolviò el caso por la inimputabilidad de los acusados.
El juez Simonelli, que resolviò el caso por la inimputabilidad de los acusados.

Pasados unos días, cuando el juez Arturo Simonelli visitó a los detenidos. Estaban apenados, no podían creer lo que había ocurrido y decían, por ejemplo, que no entendían lo que había pasado o que “esto es muy malo”.

Los antropólogos Miguel Hange y Fernando Pages Larray expusieron en el sumario. Hicieron hincapié en la cultura ancestral mapuche y y en indagaciones sobre el movimiento milenarista unión pentecostal. Sus informes mostraban que la ceremonia mortal fue el resultado de un proceso del llamado “sincretismo religioso”, es decir un sistema que combina doctrinas diferentes, en este caso las creencias mapuches y la ideas que habían adquirido del pentecostalismo.

Los psiquiatras, que entrevistaron a cada uno de los mapuches detenidos determinaron que no tenían ninguna anomalìa psíquica pero que al momento del ritual padecieron una ausencia de conciencia transitoria. Es decir, estaban en un estado de trance místico. Los propios mapuches aseguraron: “El demonio tomó el espíritu de Ricardo (Painitrul)”, que conducía la ceremonia, y describieron la aparición de satanás como “un viento frío y un aire muerto”.

Las decisiones judiciales

El juez Arturo Simonelli, el 13 de diciembre de 1979, compartió la visión de la fiscalía de que los acusados estuvieron en un estado éxtasis místico colectivo, y, por lo tanto, no comprendieron la criminalidad de los actos ni pudieron dirigir sus acciones libremente.

En su sentencia, el juez dijo: “Se ha detectado que los mismos no padecen alteración mental alguna, pero asimismo los hechos que relatan son para ellos tan indudables como reales; la posesión demoníaca de algunos de los miembros del grupo; el peligro que ello representaba; su evidencia ante las formas de serpientes, expulsión del espíritu y finalmente la necesidad de reaccionar, expulsando al demonio como método de curación, sin preocuparse por la muerte física del afectado, pues de todas maneras así se los conducía a la salvación”.

Y agregó: “Su marginación es de orden económico, primordialmente, y sus condiciones y medios de vida son los de cualquier poblador cordillerano. Sus recursos dependen de la crianza de ganado, realizada en condiciones sumamente precarias y carentes de técnicas, volumen y recursos que la puedan hacer verdaderamente redituable; sujeta además a los avatares propios de este tipo de explotación. No tienen servicios médicos ni religiosos regulares. Todo ello los condujo a la rápida y fácil aceptación de una nueva creencia que les ofrecía una pronta y radical modificación del mundo”.

Sin embargo, en la misma sentencia, Simonelli estableció que los mapuches detenidos eran peligrosos para sí mismos y para terceros como grupo porque podían reincidir en esa práctica. Ordenó que permanecieran detenidos. Los adultos lo estuvieron hasta 1983, cuando recién se les dictó el sobreseimiento por entender que ya no eran peligrosos.

Cada integrante se fue reinsertando como pudo en tareas rurales y los más chicos fueron escolarizados.

La antropóloga Beatriz Kalinsky realizó un profundo estudio del caso que volcó en un libro llamado Justicia, Cultura y Derecho Penal. Para ella, no hubo inimputabilidad. Lo que planteó fue un problema cultural. Matar a quien lleva las fuerzas o espíritus del mal constituye un acto de purificación y su conflicto es que a los ojos del hombre blanco es un acto indecente, impuro. Los integrantes de esa comunidad viven, piensan, sienten, se desenvuelven y actúan en un mundo que, en muchos aspectos, no coincide con el nuestro. Su cosmovisión seguía siendo, a pesar las influencias, profundamente brujeril.

La violencia de esos sentimientos es tal que a la menor sospecha de hechicería se rompen de golpe y totalmente los lazos de afecto entre amigos, esposos, hermanos, padres e hijos. A veces, el sospechoso será eliminado enseguida por sus allegados. Según este punto de vista los mapuches de Aluminé comprendieron lo que hicieron, pues hicieron lo que debían hacer de acuerdo a sus creencias.

El problema es complejo. ¿Cómo tratar este tema? ¿Qué hacer entonces? La respuesta no se encontraría en ningún libro de Derecho.

Comentarios de Facebook