Por Miguel Ángel Federik.
Conocí a Jorge Sánchez Aguilar por sus libros editados en “Río de los Pájaros”, la editorial fundada y dirigida por Marta Zamarripa y Juan Meneguín, allá a mediados los 80, en que salieran Rayo de tiniebla, 1995 o Diario de zorzales al borde del alba, 1996. Luego coincidimos más de una vez en el Festival de Poesía de Rosario, y desde allá nos volvíamos juntos, viajando y hablando lento entre colinas. Se quedaba en mi casa media tarde o una noche hasta el otro día y hablábamos de eso que solo interesa a los poetas: el cómo y el porqué de cierto vocabulario, de ciertas visiones, de ciertas lecturas. Y ahí conocí a Sánchez Aguilar, el otro: un hombre de formación teológica, filosófica y poética tan seria y fundada que hoy puedo afirmar que más que a un poeta reconocido hemos perdido a un testigo creyente y luminoso de la poesía latinoamericana, afincado en su cosmos correntino.
Alfredo Veiravé —citando a Heidegger— afirmaba que la verdadera poesía solo existe en los diálogos entre poetas y que los textos son meras huellas o residuos de ello.
Y con Jorge hablábamos, por ejemplo, sobre lo siguiente: que el “milenarismo” cristiano sucederá en el tiempo y será colectivo, y sin embargo en los guaraníes sucede tanto en el tiempo como en el espacio y es individual inclusive; que la criatura humana puede ascender hacia el otro reino sin la mediación de la muerte; que el colibrí es la avecilla mediadora y alimentadora de los dioses; que la criatura humana tiene más de un alma; que todo paraje y todo animal tienen sus dueños; que una civilización como la guaraní, creadora de semejante sistema lingüístico y a la vez de tamaña cosmogonía, no podía sino corresponder a las más altas conciencias poéticas y religiosas de todas las precolombinas; y que los guaraníes no fueron constructores de imperios o pirámides porque este ilusorio mundo de aquí es sólo una sombra del mundo original destruido por un diluvio.
Me contaba Jorge que el tropezón real en su “camino de Damasco” fue el Nº 4 de la revista “Crisis” (agosto del 73) donde escribían Augusto Roa Bastos, Mark Münzel, Pierre Clastres, entre otros. En tal número se trataba sobre los guaraníes y “las culturas condenadas”, y sostenía Jorge que para él eso fue un alumbramiento súbito y un vuelco de campana unitivo hacia su tierra de las palabras sagradas.
De ahí derivaron sus lecturas y diálogos con Bartomeu Meliá y su inmersión consciente en ese pensar-poético latinoamericano, del que Rodolfo Kusch diera cuenta por vía antropológica. En su poema “Camino de la perfección” nos dice Sánchez Aguilar: “En la noche aromada de Corrientes / mirto y jazmín / crece la luna a falta de su rostro // “para estar lleno vacíate” / dice el Tao / y “vístete de espacios vacíos” / dicen los Mbya / dice el resplandor del canto / transparente oscuridad / espacio vacío de la neblina original / que nace en el hueco de las rodillas danzando…”.
Corrientes puede ser o no ser heredera de lo suyo, puesto que creer que hay otro mundo mejor fuera del heredado puede ser un acto de insurgente creación maravillosa. O una distracción imperdonable: no habría un Dante sin los juglares provenzales. Jorge Sánchez Aguilar apostó a una materia poética esencial, propia de la cosmogonía guaranítica y a la recuperación de ese “canto resplandeciente” que nos llegaran desde las traducciones de León Cadogan y Bartomeu Meliá, y todo ello sin olvidar, por cierto, a Jorge Enrique Ramponi, Graciela Maturo o Emily Dickinson, a Matsuo Basho o Francisco Madariaga, a René Char o José Hierro, a quienes va citando en su libro Al fondo del otro reino (2007 y 2017), como para que nadie confunda la deliberada elección de esa materia con una fatalidad natal.
Y como la materia determina su forma, esos poemas y esos poetas discurren en los campos estelares de la voz de Jorge como ecos titilantes, pues cantar aquí o allá implica posicionarse en tal o cual bisectriz o encrucijada entre el propio pensar y la palabra adecuada.
Seguramente andará todavía sin querer desprenderse del todo de sus palmerales y esteros correntinos, subiendo o bajando la escalera que Jacob soñara… Poeta culto y creyente y sólidamente formado —se puede decir cómo se dijo de Góngora— que sus textos son oscuros; pero eso es cosa de quienes aún no han aprendido a distinguir lo transparente de lo claro. Manuel del Cabral definía a la poesía diciendo: “Agua tan pura que casi / no se ve en el vaso de agua. / Del otro lado está el mundo. / De este lado casi nada… / Un agua tan pura / tan limpia / que da trabajo mirarla”. Con Jorge Sánchez Aguilar, se va una conciencia lúcida y un poetizar latinoamericano, pocas veces asumido en tales profundidades y en tales imbricaciones del espacio espiritual y el espacio real y el mundo empírico que Emmanuel Swedenborg ya nos revelara, y quien decía que después de muertos caminábamos por largos senderos donde íbamos encontrando a los amigos del camino anterior, que nos guiaban hacia los cielos o los infiernos, según las previas elecciones en este mundo ilusorio.
Al fin y al cabo, es hora de decir que fue él mismo quien en sus “Visiones y variaciones” escribió: “estás bailando / en el cénit de la luz / a la velocidad de una mirada // perderás la cabeza / y mudarás la piel como las víboras // de cada arista / te brotarán hojitas nuevas / y de tu médula potente / la palabra // y serás floresta nueva / domicilio de pájaros // del centro de tu pecho / nacerán las palmeras fundadoras / y cedros fluyentes / de palabras-almas // te habitará el éxtasis / y ya no serás igual / como antes de las máscaras” .
Deudor de sus saberes, lo extraño. Amigo de su palabra encantada, lo seguiré leyendo como si continuáramos aquellos diálogos, pues como decía Luis Rosales: “La muerte no interrumpe nada”.
Miguel Ángel Federik.
Villaguay,
Noviembre del 22.