“Yo espero que los buenos ciudadanos de esta tierra trabajarán para remediar sus desgracias. Ay, Patria mía”. En sus últimas palabras, Belgrano esconde el dolor de la ingratitud que sufrió en vida y muerte. Al rescate de héroe.
“Triste funeral, pobre y sombrío, que se hizo en una iglesia junto al rio en esta Capital al ciudadano Brigadier General Manuel Belgrano”. Esa fue la concisa noticia que comunicó el deceso de Belgrano. Apareció recién el 22 de agosto de 1820. Dos meses después de su muerte en el humilde periódico “El Despertador Teofilantrópico, Místico y Político” que dirigía el cura Castañeda. Los grandes diarios de la época (La Gaceta o El Argos) lo ignoraron completamente. Si bien eran tiempos donde Buenos Aires estaba convulsionada totalmente, la muerte de Belgrano pasó inadvertida por completo.
Todo en Belgrano será ingrato. Hasta su propia muerte. Falleció el 20 de junio, pero su funeral de realizó entre el 27 y 28 de julio, porque su hermano cura, Domingo Estanislao Belgrano, esperó pacientemente y sin éxito, más de un mes, el anunciado propósito del Cabildo de celebrar exequias oficiales. Fue en vano. Le mintieron; eso tampoco llegó nunca.
En su último adiós, estaba rodeado solamente por tres de sus quince hermanos, entre ellos su querida Juana (la hermana que lo cuidó como una madre), algunos sobrinos, el médico escocés Joseph Redhead y los muy pocos amigos que se habían enterado de su muerte. Eran tiempos además donde mostrarse amigo de Belgrano no era conveniente. Estaba solo y casi todos le dieron la espalda.
Había fallecido en la misma casa paterna que se crio, y tras juntar entre algunos familiares los necesarios ciento dos pesos para ser enterrado en el templo de Santo Domingo, se le amortajó con hábito dominico, pues (humilde como era) así lo dejó pedido. En un féretro de madera de pino, recubierto de tela negra, fue llevado por sus allegados durante la media cuadra que distaba entre su casa y el convento de Santo Domingo. Un auxiliar de la parroquia había cavado una fosa a la entrada de la iglesia; al pie de la pilastra derecha del arco central. Una antiquísima losa de mármol blanco, trozo de la cubierta de una cómoda que estaba en su casa y que había pertenecido a la madre, lo cubrió con la breve leyenda: “Aquí yace el general Belgrano”. No había para más. Murió pobre, sin un peso en el bolsillo, aquel que había sido rico, pero pidiendo encarecidamente en su testamento que por favor honran sus deudas. Ay, patria mía.
Un largo camino a casa
Una vieja historia comenta que Belgrano quería morir en Tucumán. Razones tenía. En esa provincia consiguió un triunfo heroico y fundamental para la independencia americana en setiembre de 1812. Además, había sido un artífice directo, como operador político de San Martín, para que saliera rápido la Declaración de la Independencia en 1816, teniendo un papel fundamental en la confección final del acta. Y como si fuera poco, el 4 de mayo de 1819 había nacido su hija Manuela Mónica de la relación con Dolores Helguero.
Pero resultó ser que unos piquetes residuales del Ejercito del Perú, la misma fuerza con la que Belgrano había triunfado en Tucumán y Salta (1812 y 1813), se sublevaron en noviembre de 1819. El motín de Tucumán no era un levantamiento aislado. Tenía ramificaciones en La Rioja, Catamarca, Santiago del Estero, Cuyo y Córdoba, donde estaba el foco de la conspiración urdida contra las autoridades de Buenos Aires.
Quien conducía el levantamiento tucumano era Bernabé Aráoz, un amigo de Belgrano, pero resentido por ese entonces con el gobierno central por haber sido reemplazado como gobernador intendente. Lo cierto fue que Belgrano, ya bastante enfermo, será arrestado en su casa tucumana. Fue engrillado en sus pies, aun cuando sus piernas estaban hinchadas por la enfermedad y no podían soportar siquiera el contacto con la ropa. A la postre, Aráoz se proclamó finalmente gobernador tucumano.
Después de las humillaciones sufridas, y “desconocido” por Aráoz y por muchos que se decían amigos, en el marco de una extrema pobreza, se vio obligado a apelar, a través de una carta (17 de enero de 1820) a su ex – camarada, el ahora gobernador Aráoz, el reclamo de dos mil pesos, a cuenta de lo mucho que se le debía, para poder viajar a Buenos Aires. A los dos días recibió la repuesta oficial: “El tesoro provincial está exhausto, por haber invertido sus recursos en gastos de guerra”. Mala noticia para Belgrano, y más aún cuando vio la firma en la carta de José Mariano Serrano, su antiguo intimo gran amigo.
La negativa del gobierno empeoró el ánimo de Belgrano; mientras su salud, paralelamente, se deterioraba a pasos agigantados. Solo la generosidad de José Celedonio Balbín permitió, a través del préstamo de unos pesos, y haber conseguido una carreta y unos caballos, que Belgrano regresara a Buenos Aires.
Tenía sus piernas hinchadas y viajaba postrado. Cuando llegaban a una posta, sus ayudantes lo bajaban del carruaje en hombros. Ya en territorio cordobés, cuentan las crónicas, que llegó a una posta al anochecer. Luego de ser colocado en una cama, Belgrano pidió que llamasen al maestro de posta para presentarse. Este desde la otra pieza dijo en voz alta: “Díganle a Belgrano, si él quiere hablar conmigo, que venga a mi cuarto, que hay la misma distancia”. Pobre Belgrano; tratado por un donnadie como un desconocido. Ay, patria mía.
Adiós mundo cruel
Se fue Belgrano. El estoico patriota, el hombre acaudalado que murió pobre, el humanista que renunció a todos los honores. La Bandera, la Escarapela, el intelectual, el soldado, el primer economista argentino, el periodista, el secretario del Consulado, el vocal de la Junta, el político en el Congreso de Tucumán, el ferviente cristiano, el precursor de la ecología, el americanista, el abanderado con honores de la Universidad de Salamanca, el abogado, el amigo de San Martín, el fundador de la Escuela de Matemáticas, el testigo directo en la Revolución Francesa, el visionario que fomentó la formación náutica y las escuelas de oficios. El diplomático en Europa, el defensor de la agricultura, el traductor de George Washington, el promotor de una red vial que uniera las provincias y vinculara Buenos Aires con Chile. El liberal, el estimulador del comercio regional, el defensor de “la ilustración” en debates con la encumbrada curia papal, el políglota, el que diseñó la escuela de dibujo y se anotó como alumno, el promotor de la educación gratuita y la incorporación de la mujer al sistema educativo. El admirador de Mozart. El vencedor de Tucumán y Salta; el líder que movilizó un pueblo en el heroico éxodo jujeño; el perdedor en Vilcapugio y el del mito en la derrota junto a “las niñas de Ayohuma”; el fundador de Mandisoví y Curuzú Cuatiá; el del fracaso de la expedición al Paraguay; el compañero de Pedro Ríos, “el Tambor de Tacuarí”; el del cuchillo en el “cogote” a Cisneros para que renunciara inmediatamente; el que fue procesado por la Junta Grande; el del fraternal abrazo en Yatasto; el que inspiró a Alberdi cuando compuso las bases constitucionales de 1853 al admirar su proclama de diciembre de 1810 al pueblo de las Misiones restituyendo los derechos y propiedades a los guaraníes. El lector de los pioneros socialistas utópicos. El guerrero. El amante. El incomprendido. Ay, patria mía.
Perdón Belgrano
Hecha la autopsia de su cadáver, se comprobó con asombro que “el corazón era más grande que el del común de los mortales”, lo que debía ser uno de los efectos de su enfermedad. También, Belgrano, el de corazón grande.
Tan ingrata y desventurada fue la vida de Belgrano, como su póstuma consideración. Hasta le robaron los dientes, aunque cueste creerlo y encontrar justificativos para el lamentable episodio que se vivió al exhumar los restos de Belgrano. Este operativo era necesario porque debían ser trasladados desde su sepultura original al interior de una urna que se colocaría dentro del mausoleo.
Entre los restos de Belgrano que no habían sido trasformados en polvo por la acción del tiempo, se encontraron varios huesos y algunos dientes en buen estado de conservación. Lo triste fue que esas piezas dentales fueron profanadas y tomadas por dos ministros de Roca: Joaquín V. González y Pablo Riccheri. El ofensivo escandalo fue ventilado por los diarios de la época.
Lapidario fue el comentario de diario La Prensa, denunciando públicamente a los ministros de Roca, sosteniendo “que forma es esa de honrar al héroe más puro e indiscutible de la época de nuestra emancipación. Ese despojo hecho por los dos funcionarios nacionales debe ser reparado inmediatamente, porque esos restos forman parte de una herencia que debe vigilar severamente la gratitud nacional; no son del gobierno sino del pueblo entero de la República. Que le devuelvan esos dientes al patriota que menos comió en su gloriosa vida de los dineros de la Nación”. (La Prensa. 7 de setiembre de 1902).
Una caricatura publicada por la famosa revista “Caras y Caretas” mostraba a Belgrano saliendo de su tumba y acusando con su índice a los ministros González y Riccheri, mientras gritaba: “¡Hasta los dientes me llevan! ¿No tendrán bastante con los propios para comer del presupuesto?”. Ay, patria mía.
¿Cuándo es el día de Belgrano?
Pareciera que nuestros próceres están muriendo permanentemente. Será por eso qué nuestras conmemoraciones reflejan un carácter ambivalente, con aristas que se desenvuelven, como en el caso del 20 de junio, entre el recordatorio por la creación de la Bandera Patria, y en el repaso generalmente extremadamente parcial de una vida intensa y gloriosa como la de Belgrano. La muerte, y todo lo que convino posteriormente, fue siempre trágico en Belgrano. En el fondo, pareciera que Belgrano no tiene un día en el calendario de efemérides patrias argentinas.
Ayer, murió lejos de la consideración popular y ante la omisión política oficial. Hoy, el día de su muerte, es el día de nuestra enseña patria, aunque esta fuera enarbolada por primera vez el 27 de febrero de 1812 y recién un gobierno nacional decretó a través de la Ley 12.361, en 1938, el 20 de junio como el Día de la Bandera. Habían pasado ciento dieciocho años de la muerte del prócer. Ya lo planteaba el prestigioso historiador Tulio Halperin Donghi, cuando en su ensayo “El enigma Belgrano” (Ed. Siglo XXI. 2014) lo definió con muchísima pena: “el héroe sin rostro”. El eterno condenado a no ser.
Es que Manuel Belgrano se adelantó tanto a su tiempo, que su ejemplo, honestidad y honorabilidad parecieran haber saltado el vigente presente; Belgrano actualmente, para muchos, sigue siendo un ilustre desconocido. Está como en una invisible dimensión futura. Si hasta el mismo “Instituto Belgraniano” deberá cerrar sus puertas como si la memoria lo hubiera olvidado o él nunca hubiera existido.