“Nosotros somos testigos”, su primera homilía y también su lema episcopal

Durante la misa de acción de gracias, el flamante arzobispo de Corrientes, José Adolfo Larregain, realizó su primera homilía y en ella hizo referencia al lema episcopal que lo seguirá acompañando en la Arquidiócesis: “Nosotros somos testigos”

A párrafos seguidos, se transcriben los principales conceptos de su exégesis (…)

En estos días tan lindos, llenos de color, alegría y esperanza, de pronto litúrgicamente nos encontramos con un fuerte contraste que conmociona y profundiza el drama de la Navidad: ayer, el martirio de Esteban y mañana, los Santos Inocentes. Qué bien lo expresa el villancico correntino “Jesús cunumí”: “Ese niño tiene siempre los bracitos como en cruz”, la imagen evoca la amplitud del amor y de la misericordia de Dios que desde el pesebre abarca a la humanidad de todos los tiempos.

El bellísimo evangelio que acabamos de proclamar nos invita a reflexionar. Observamos tres personas que son testigos de un mismo acontecimiento haciendo el mismo camino: el misterio de la Resurrección del Señor. Son dos varones y una mujer, dos tienen nombre: María de Magdala y Pedro, el tercero solo se indica como el “discípulo al que Jesús amaba” (20,2) -a quien la Tradición lo asoció a Juan-.

Solo habla la mujer con brevedad de palabras, con lo que vio construye: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (20,2). Utiliza la tercera persona del plural, como portavoz de muchas/os que el desconcierto les invade y ensombrece el corazón. Los dos que escuchan están en actitud de salida de sus propios espacios de encierro, oscuridad y dolor para ir hacia lo desconocido, inquietante y desconcertante: una tumba vacía. Es símbolo de una realidad que se avecina, pasar de “cuando todavía estaba oscuro” (20,1) al proceso de la imparable y progresiva pascua que se despliega como el amanecer de ese día.

No sabemos cómo fue el oscuro camino de ida de María, el autor sagrado nos dice que a la vuelta “corrió” (20,2) hacia donde estaba Pedro y el otro discípulo. Este es el punto desde donde se parte en la fe pascual. Los dos discípulos reaccionan positivamente y se ponen en camino, lo hacen cada uno a su ritmo y tiempo. Ambos llegan: uno antes, el otro después, es un caminar descompasado. El primero corre enérgico, presuroso, tal vez a su modo juvenil; el segundo, lo hace más lento, quizá asumiendo el paso de los años.

El que llega primero “se asoma y ve” (20,5), se queda en el umbral contemplando el misterio: “no entró” (20,5). Pedro si lo hizo, se sumerge en lo profundo del interior del sepulcro. Vio lo mismo que Juan: “las vendas en el suelo” (20,6) y ampliando el campo visual ve que había más, estaba “también el sudario que había cubierto su cabeza […] en un lugar aparte” (20,7). Luego entró el otro discípulo que “vio y creyó” (20,8).

El texto joánico que meditamos es motivador para estos tiempos sinodales. Las fuertes imágenes complementarias que nos presenta la escena provocan asombro, admiración, luz, libertad, despliegue, apertura, fuerza, confianza, esperanza. Por otro lado, seguramente aparecen otros sentimientos y emociones no tan optimistas, como ansiedad, confusión, desesperación, crisis, oscuridad, miedo. Son caminos con tiempos personales y ritmos propios haciendo camino al andar. Respetar los mismos, ayudarnos, escucharnos, animarnos unos a otros, corregirnos fraternalmente, ser corresponsables, son solo algunos de los desafíos y umbrales a cruzar.

Distinguimos cuatro modos de “ver” de tres personas: todos son diferentes, se enriquecen y complementan unos a otros. El primero (20,1), el de María Magdalena, constata lo esencial, la piedra fue corrida y no está el cuerpo del Señor; el segundo -de Juan- desde el umbral del sepulcro introduce una distinción, al ver le agrega el mirar que va más allá del sentido (20,5); el tercero -de Pedro- es ver acompañado de un contemplar (teorizar) (20,6) sin mediación de palabras; el último, nuevamente de Juan, en el interior del sepulcro es un ver creyente (20,8) fruto del proceso del permanecer en el umbral y traspasarlo, certeza de lo que se aguarda y convicción de lo que no se ve.

Se va dando un despliegue en el desarrollo del misterio. De este modo se inició el tiempo de la espera confiada para llegar a comprender, entender, hacer propia la Buena Noticia que «debía resucitar de entre los muertos” (20,9). Con cierto tono que deja pensando, el autor sagrado finaliza expresando que “los discípulos se volvieron a casa” (20,10). Seguramente lo hicieron caminando juntos, despacio, meditando, rumiando en la memoria, queriendo pasar por el corazón nuevamente imágenes, escenas, palabras, gestos que emergieron a partir de ese momento.

Estamos a las puertas del inicio del “Año jubilar” en nuestra Iglesia Particular, marcados por los tiempos de sinodalidad y la Segunda Asamblea diocesana: son providentes oportunidades para incorporar nuevas voces, ampliar horizontes, escuchar, discernir y misionar. Podemos reafirmar una vez más que “nosotros somos testigos” (1Jn 1,2) y que lo que “oímos y vimos” (1Jn 1,1) lo queremos anunciar para que muchos compartan la alegría y el gozo de la presencia del Señor. 

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