Rata Blanca en Corrientes: un show vital en tiempos de artificialidades

La banda de Adrián Barilari y Walter Giardino presentó un espectáculo que no cayó en la mera nostalgia. El power épico, las letras fascinantes, la poesía urbana y el mensaje de resistencia resucitaron el espíritu del rock en la era del autotune.

“¡Tiempos violentos! Están aquí… ¡Siente su aliento! Que hoy van por ti”. Con esa primera advertencia adosada a una frase cantada al galope de una atronadora distorsión, Rata Blanca plantó bandera. Porque los tiempos actuales no solo son violentos sino también una era de artificialidades, de nuevos beneficios, claro, pero también de un riesgo constante de suplantar lo auténtico. Por eso, lo crudo, lo vital, lo visceral, fueron ingredientes primarios de un conjuro especial que trajo una mágica noche a la ciudad, de mucho power, pero también de épica resistencia personal y colectiva a estos tiempos violentos.

Rata Blanca, con más de 35 años de carrera, paradójicamente no se quedó en la historia. Y aunque su repertorio esté repleto de clásicos, ese clasicismo roquero los lleva mágicamente a generar una eterna renovación a sí mismo. Un bucle rejuvenizador que parece alimentarse de la energía que emana de los túneles sonoros al que sumergen a las masas en cada uno de sus shows cuasi perfectos, como el que brindaron en Corrientes el sábado 20 de mayo.

En el escenario, un combo magnífico: la voz inigualable de Adrián Barilari cabalgando sobre la afilada distorsión de la guitarra del virtuoso Walter Giardino, junto con un trío con vértices firmes que complementan todo a la perfección, con Danilo Moschen (en teclados), Fernando Scarcella (en batería) y Pablo Motyczak (en el bajo).

De esta manera, el quinteto originario del Bajo Flores, Buenos Aires, presentó canciones del último álbum “Tormenta eléctrica” y de las otras grandes obras grabadas en las distintas etapas por las que atravesó este grupo, que ya es toda una referencia del rock argentino. De allí un poco de esa poción roquera que nunca falla y que termina con un público rendido a sus pies, satisfecho, atravesado por la tormenta eléctrica (perfecta) de un rock potente que en la vida renueva energías… y esperanzas.

Fueron 120 minutos de un shows que pese a los siempre inoportunos problemas de sonido, dejó en Corrientes otro paso demoledor de la Rata, completando toda una trilogía exquisita para sus fans locales y de la región, articulándose perfectamente con los recordados shows en el Taragüí Rock de septiembre de 2016 y, antes, en toda esa fiesta que desataron a puro decibeles en el Club San Martín, en octubre de 2013.

Noche de metal

“Olee, olee, oleee, Rataa, Rataaa”, cantó a coro la impaciente fila de fans que se extendió por más de 200 metros a 30 minutos de la hora señalada para el show, pero todavía con puertas cerradas y un retrasado dispositivo policial de ingreso.

Ese sábado lluvioso en la primera parte de la jornada, muchos espectadores estuvieron esperando dos horas para ingresar. Una amansadora solo tolerada por la charla amiga y las anécdotas de recitales salidos del túnel del tiempo, matizadas con esa particular atmósfera parrillera del infaltable puesto de choripán, siempre vecino del punto de venta de remeras roqueras y gorras dispuestas en prolijas filas sobre el húmedo piso.

Pasadas las 21 se abrió el portón y la marea negra (por la mayoría enfundada en remeras, buzos y camperas de cuero del folclore metalero) empezó a ingresar mostrando uno a uno el QR del ticket de entrada comprado por internet. Luego de cruzar esa especie de pasillo conformado por gente de seguridad y superar el siempre fastidioso cacheo policial, se pudo acceder al enorme galpón del complejo “Concepto Yapiré”, por avenida Alfonsín, en los viejos terrenos del ex hipódromo.

Es que el show se mudó sobre la marcha al amplio lugar techado que funciona habitualmente como salón de fiesta y boliche. Las lluvias de la mañana y la siesta obligaron a los organizadores a cambiar el escenario, ya que en principio estaba resuelto utilizar el campo abierto de la parte de atrás del predio.

Sin lluvias nocturnas, pero ya con todo el fuego de los fans por ver a Rata, rápidamente el lugar comenzó a llenarse. En la previa: muchas selfies y también mucho movimiento en la barra, como para amenizar la espera. En el vip como en campo, fans de todas las edades. Gente de más de 50 que alimentó su rock desde los inicios de la banda, hasta adolescentes cultivando el legado de sus padres, muchos de ellos también presentes, rememorando la era dorada del grupo. Tres generaciones juntas en un concierto que prometió y cumplió.

Pero para eso, primero había que pasar una eterna hora de espera. Ante tanta ansiedad, sirvió bastante el hecho de que suenen varios clásicos del rock por los altoparlantes y el clima en el galpón repleto llegó a la temperatura ideal como para que 15 minutos de las 22 suba finalmente Rata Blanca.

“Un poco de rocanrol”

Empezó a sonar la intro de “Michell, odia la oscuridad” (del disco “La llave de la puerta secreta”) y de inmediato se formó sobre las cabezas una pared de luminosos ladrillos con cientos de celulares filmando el ingreso de la banda. Ahí la advertencia inicial en sus letras: “¡Tiempos violentos! Están aquí… ¡Siente su aliento! Que hoy van por ti”.

Después, con un riff del metal ochentoso llegó “Solo para amarte” y todo volvió al punto de partida: ese tema es emblemático del primer disco de Rata, grabado en 1988 con la voz de Saúl Blanch (a quien sucedería Barilari en el segundo álbum). “Besar tu cuerpo de la cabeza a los pies, te ponés fuera de voz. Días sin tiempo, noches de pasión, alimentan nuestro amor. Mi refugio son tus brazos, dame abrigo por favor, saca el frío de mi cuerpo y mi dolor”, corearon viejos metaleros.

“Muuuyy bueeenas nooochess Cooorrrrientesssss. ¡¡¡Cómo están!!!”, fueron las primeras palabras de Adrián para dar la bienvenida al show. “Bueno, carajo… vamos a hacer un poco de rocanrol”, anunció y a partir de allí una cataratas de clásicos para todas las edades.

“Agord, la bruja”, eyectó al público sin descanso, un tema escrito sobre la drogadicción aunque sin hacer referencias directas (“Agord” es “Droga” escrito al revés). “Agord, la bruja que llegó hasta aquí, busca cerebros para destruir. Miles de zombies son su corte, hay tontos que ya perdieron la razón”, dice en el comienzo de la canción.

Casi sin respiro hicieron “Volviendo a casa”. Ese tema del disco “El camino del fuego” (2002) anudado al rock barrial y proletario que palmea, acompaña y da esperanzas. “Hoy voy regresando hacia mi hogar; la noche está llegando y el ruido del tren me adormeció. Hoy, igual que un perro trabajé, para llevar a casa algo de dinero y el dolor, de la dura ciudad. De ti, beberé un poco de paz; es todo tan veloz, ven por favor”, cantó Adrián para luego corearse hasta el cansancio: “Angel… ella es un ángel. Tiene la llave que devuelve la ilusión”.

“Olee ooolee oleeoleee, rataaa rataaaa”, fue la primera reacción del público embestido por el potente inicio.

Barilari- Giardino y compañía continuaron con otras gemas roqueras como “La otra cara de la moneda” y “Talismán”, para luego dar paso a “La canción del Guerrero”.

Esa oda a la lucha eterna por la verdad, pilar del disco “El camino del fuego” (2002), dice: “Todos me reprochan lo que hice, pero nadie dice una verdad aquí. Piensan que la vida es eterna, creen tener todo, pero no es así. Y hace falta valor para poder continuar cargando este peso en soledad”, expresa el tema en el comienzo. “Mudo, ciego, necio, hombre tonto, cuando abras los ojos muy tarde será”, advierte para luego desafiar: “Estoy esperando la revancha, no podrán vencerme soy la realidad. La batalla será digna como la verdad. He luchado siempre hasta el final”.

Todos los presentes sin dudas sentían ser guerreros apretando un puño y enfundando una imaginaria espada en la otra mano. Pero no hubo descanso en la guerra y apareció “Callejero”, otra canción de la primera época y como metáfora de un brindis por la libertad.

El segmento más calmo llegó con “Ella”, una balada grabada en 1997, que a pura poesía descomprimió el incendio generado en el público por el demoledor bloque del comienzo que fue apoteótico pese al notorio problema de sonido que puso en segundo y hasta en un tercer plano la incomparable voz de Adrián. Un sacrilegio. Algo que nadie pudo entender.

Clásicos de clásicos
La serenidad inmersa en un ambiente de luces azules y guitarra más acústica, apenas duró los cuatro minutos del tema y después se iniciaría el segmento final en el que Rata Blanca descargó todo su arsenal. Y lo hizo con las canciones que todos esperaban.

“Guerrero del Arco Iris” se cantó de punta a punta. El tema archiconocido integra el tercer álbum de estudio del grupo editado en 1991, en plena cúspide de su carrera. Pero lo distintivo es que marcó ya hace más de 30 años una conciencia ambiental, cuando muy pocos hablaban de ello.

“Sufriendo nuestra inconsciencia, tal vez pueda morir. La tierra hoy se desangra. ¿Qué harás sin su existir? Ayúdame, tu ser también es de este mundo. Tus hijos no podrán vivir entre el dolor”, interpela.

De inmediato, Rata propuso más vértigo con “Amo del camino”, una infaltable oda a la velocidad y los fierros ligada históricamente al rock. La potencia de ese motor Rolls-Royce que tiene de voz Adrián hizo que todo sea frenético.

A lo largo del show mostró que sigue más vigente que nunca. Perfecto, fuerte y potente… hasta incluso pudo maniobrar como el mejor piloto del mundo los enormes socavones -provocados por los malditos desajustes de sonido- que se les presentó en el camino. Salió ileso y fue podio sin dudas.

Así llegaron a la recta final del show con la infaltable “Mujer amante”. Ese archiclásico hit que describe en el fragmento inicial: “Siento el calor de toda tu piel en mi cuerpo otra vez. Estrella fugaz, enciende mi sed. Misteriosa mujer”.

Con las gargantas encendidas y casi al límite, el coro del público siguió acompañando en “El círculo de fuego”, “Endorfina” y “Aún estás en mis sueños”. Una trilogía con el acelerador a fondo.

La guitarra y los seis brazos


En todo momento, Giardino revalidó su título de enorme “Guitar Hero” y más… Esa enorme figura de 1,93 metro de altura, mezcla de rockstar de Los Ángeles de los 80 y de violero argento regando virtuosismo, desplegó sobre el escenario su propio show. Por momento parecía haber cinco guitarristas en uno. Lo de Walter es único, porque Walter es único. Pero puede generar ese espejismo de aparecer como un enorme ser mitológico descargando una multiplicidad sonora, como si tuviera seis brazos.

Así, con esa magia, sobre el final llevaron al público a un mundo mágico con “La leyenda del hada y el mago”. La inconfundible intro hizo puente para corear: “Cuenta la historia de un mago que un día en su bosque encantado lloró. Porque a pesar de su magia no había podido encontrar el amor”.

Lo mismo para la enorme escena cantada: “Fue en una tarde que el mago paseando en el bosque la vista cruzó con la más dulce mirada que en toda su vida jamás conoció”. Y luego derivar en el segmento más tenso de la canción: “Y el mal que siempre existió, no soportó ver tanta felicidad entre dos seres. Y con su odio atacó, hasta que el hada cayó en ese sueño fatal de no sentir”.

El hasta pronto


Entre guerreros medievales, conductores de bólidos del sonido, con magos y hadas, llegó el final. Casi dos horas de un repaso por la historia de un grupo que está más presente que nunca, uniendo generaciones.

En esos momentos finales, desde el borde escenario, los cinco guerreros (o magos, como quieran) se abrazaron e inclinaron en reverencia a un público que no dejaba de aplaudir, gritar y filmar con sus celulares.

Así, sonrientes, satisfechos como la gente, se despidieron de Corrientes. Adrián y Walter, esos dos hombres de 60 años que rejuvenecen en cada show, no dejaron de agradecer mirando a los ojos a cada fan.

De esa manera también dijeron adiós y hasta pronto. De esa forma se fue este grupo, mezcla de rockstars y sangrientos guerreros del rock, siempre dispuesto a dar batalla hasta el final en tiempos violentos y de Inteligencia Artificial. Sus armas: la música, la poesía y el sentimiento genuino, único y natural.

Siempre, por supuesto, con los brazos en alto y las espadas del rock brillando en la noche.

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