La muerte no tiene códigos

“Omano (murió) nomás, en su ley. Así tenía que morir, en medio de un charco de sangre y con sus manos sujetando para que las tripas no se le salgan. Pero no se lo va a extrañar. Y aña (el diablo) ya lo debe estar esperando”.

“Moncho” tiene más de 60 años y décadas en el obraje. El ladrillo alimentó a su enorme prole, pero hoy siente que ese lugar, tan cerca del Paraná, que tanto cobijó a su familia, en el que tanto sudó en el impiadoso verano correntino, que lo envolvió con el frío de esos pocos días invernales que tiene el Taragüí, ya no es suyo. A esa barriada a la que vio crecer desde la nada no la siente como propia. Le es extraña. Lejana. La desconoce. Y la llegó a odiar.


Su rostro está curtido por el sol, tajeado, bien morocho. Sus manos son enormes, al igual que los callos a los que decide ignorar. El martes, “Moncho” se levantó temprano, preparó el mate pero solo lo cebó un par de veces. Sabe que tiene que dejar el “verde” o, al menos, tomarlo un poco “lavado”. Su gastritis se lo exige. Cerca de su casa, de ladrillo que él mismo forjó, está el obraje. Y sabe que hoy tendrá mucho trabajo.


En eso estaba “Moncho”. Cargaba el camioncito casi sin pensar, mecánicamente, cuando escuchó un grito. Fue desgarrador y cercano. Machete en mano caminó los metros que lo separaban de una precaria vivienda de madera que se mantenía en pie vaya a saber por qué gracia divina. “La casilla del Juan Carlos”, se dijo.


Desde dentro de la destartalada casa, un hombre empujó una podrida madera que cumplía la función de puerta. “Parece que es el Poxi”, pensó Juan, mientras agudizaba su vista y forzaba a sus miopes ojos que solo le permitían ver figuras.


Y era nomás el “Poxi”. En su loca carrera, casi se lo lleva puesto a “Moncho”, que solo se corrió en ese caminito de tierra forjado de tanto ir y venir. Cerca, muy cerca, lo esperaba un “compinche” en una ruinosa 110 cc. Saltó a la motocicleta y escaparon del lugar a la misma velocidad con la que huyen tras los arrebatos a los que estaban acostumbrados.


“Moncho”, desconcertado, no entendía qué pasó hasta que unos segundos después ve a Juan Carlos salir casi a gatas de la casilla. Con su mano derecha agarraba un poste para tratar de sentarse. Y con la izquierda trataba de cubrir el hueco que le dejó un cuchillo que le llegó hasta las entrañas. La sangre inundó la escena y la postal fue escalofriante.


Pero “Moncho” no sintió pena por el herido que se desangraba y que gritaba de dolor. A Juan Carlos todos lo conocían en el barrio, detrás del Molina Punta. Era un dealer de poca monta, pero muy violento, que no tenía escrúpulos ni códigos.


“Moncho” dudó. No sabía si acercarse y prestar ayuda o dejarlo que se muera. Es muy católico y devoto de la Virgen de Itatí, pero todos los malos deseos inundaron su mente. “Mañana me confieso”, se dijo mientras se sentaba en una silla de madera que vaya uno a saber porqué estaba a la vera del caminito.


Braian es uno de los nietos de “Moncho”. Tiene 14 años y desde hace dos que consume drogas. Y cada día necesita más. Y cada día es más violento. Es uno de los soldaditos de Juan Carlos. Es que el moribundo marginal tenía la costumbre de inducir a los adolescentes y niños en las prohibidas sustancias. Y luego, cuando se transformaban en adictos y dependientes de las drogas, los usaba para vender la ilícita mercancía o para robar. Todo vale en su mundo. Incluso el de utilizar a su propio primito, de 13 años, hijo de la tía a la que usurpó el terreno para levantar allí la casilla que funciona como bunker o kiosco narco.


“Ayudame, el cagón me hincó cuando estaba durmiendo, llevame al hospital”, le pidió Juan Carlos a “Moncho” en forma desesperada. Por la cabeza del ladrillero pasaron infinidad de imágenes. Una de ellas, un recuerdo, quedó fijo en su mente. Su memoria retuvo un tremendo golpe que le dio el agonizante vendedor de droga. Hace unas semanas, le pidió que dejara en paz a Braian, que lo deje de envenenar, de dar porquerías y de mandarlo a robar. Su nieto acababa de ser golpeado por vecinos justicieros que lo agarraron tras el robo fallido de la cartera a una anciana.


Juan Carlos le respondió con una carcajada y un insulto. Ante la insistencia de “Moncho”, un golpe propinado con una piedra que sujetaba en su mano derecha le abrió la cara al ladrillero, justo arriba de la ceja izquierda. En el suelo, casi sin defensas, el veterano trabajador solo aguardaba la continuidad de la paliza. Pero fue el “Poxi” quien tomó el brazo del furibundo dealer para evitar la andanada. “Dejalo al viejo, vení que tenemos que dividir la plata”, le dijo por aquel entonces.


“Dejate de joder… ayúdame”, insistió Juan Carlos. “Moncho” lo escuchó, pero ni siquiera volvió la vista para ver al maltrecho delincuente. Entonces, recordó la historia que le contaron de la pelea con “Poxi”. Era muy reciente, de días. “Poxi” le había sacado una “guaina” a Juan Carlos, además de la plata de unas ventas que no dividieron. Enojado, Juan Carlos fue a buscarlo, lo encontró, sacó una vetusta 38 y gatilló dos veces en dirección a la cabeza de su ex “socio”. Pero las balas no salieron. “Poxi” huyó y no se supo de él hasta esa mañana.


“Moncho” escuchó unos pasos, chancleteadas, que se le acercaban desde atrás. Era Ramonita, la tía de Juan Carlos, la mamá de ese niño al que el brutal y cruel dealer lo volvió un adicto y un ladrón. La mujer ignoró al ladrillero, se acercó a su familiar y se puso casi “cara a cara”. Un gesto de desprecio total inundó su rostro. “Te lo mereces, basura”, fue la contundente frase y regresó sobre sus pasos.


Una camioneta de la comisaría Décimo Séptima llegó raudamente. Un joven oficial se precipitó a la carrera hasta el lugar en el que Juan Carlos se moría. Al verlo, el policía se frenó y se tocó el ojo izquierdo. Lo tenía hinchado y morado. La lesión se la produjo el desahuciado delincuente la última vez que lo detuvo. Fueron muchas las veces que terminó en el calabozo pero por esas raras decisiones de la Justicia, rápidamente ganaba la libertad.


Al uniformado no le molestaba tanto el “ojo en compota”, sino la carcajada con la que Juan Carlos se despidió de la comisaría luego de estar menos de un día detenido. Lo agarró “con las manos en la masa” pero, al parecer, eso no tuvo demasiada importancia para la siempre cuestionada justicia correntina.


El policía se había dicho que no expondría su vida o su integridad “nunca más” para atrapar a Juan Carlos o a cualquiera de los innumerables delincuentes de una jurisdicción que se volvió “tierra de nadie” o, mejor dicho, “tierra de los narcos y ladrones”. Estaba cansado de que su labor no marcara la diferencia. Y se quedó allí, parado, observando cómo la vida se le iba al delincuente en cada suspiro.


La ambulancia tardó más de media hora en llegar. Juan Carlos todavía estaba con vida cuando lo subieron rumbo al Hospital Escuela. No llegó. Murió en el camino. La Justicia ordenó la búsqueda de “Poxi” y su cómplice. Al segundo lo agarraron al rato; el primero todavía sigue esquivando a los pesquisas.


“Moncho” giró su cabeza y cruzó su mirada con la del oficial. “Habrá que agradecerle al “Poxi””, dijo el ladrillero. “Cuida a tu nieto”, le contestó el policía.


Crónica novelada de la muerte de Juan Carlos Martínez ocurrida el martes 23 de mayo de 2023 en el barrio Sor María Assunta Pittaro, en la ciudad de Corrientes. “Poxi” es el apodo de quien se presume es el autor del crimen. Los nombres del resto de los personajes son ficticios.

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